Salutación fraterna al taller mecánico
Tensión violenta del esfuerzo
muscular. Lenguas de acero, las mandarrias
ensayan en los yunques poemas estridentistas
de literatura de vanguardia.
Metalurgia sinfónica
de instrumentales maquinarias;
ultraístas imágenes de transmisiones y poleas;
exaltación soviética de fraguas.
¡Oh, taller, férreo ovario de producción! Jadeas
como un gran tórax que se cansa.
Tema de moda del momento
para geométrico cubismo
e impresionismo de metáforas.
Pero tienes un alma colectiva
hecha de luchas societarias;
de inquietudes, de hambre, de lasceria,
de pobres carnes destrozadas;
alma forjada al odio de injusticias sociales
y anhelos sordos de venganza…
Te agitas, sufres, eres
más que un motivo de palabras.
Sé tu dolor perenne,
sétu ansiedad humana,
sé cómo largos siglos de ergástula te han hecho
una conciencia acrática.
Me hablas de Marx, del Kuo Ming Tang, de Lenin;
y en el deslumbramiento de Rusia libertada
vives un sueño ardiente de redención;
palpitas, anhelas, sueñas; lo puedes todo y sigues
tu oscura vida esclava.
Y me abrumas, me entristeces el alma,
me haces escéptico, aunque a veces
vibre al calor de tus proclamas,
y diga siempre a mis hermanos
de labores:
“Buenos días, compañero, camarada”
Son tus hijos los hijos
de cien generaciones proletarias,
que igual que hace mil años piden en grito unánime
una justicia igualitaria.
Son tus hijos, los tristes,
que angustiados trabajan, trabajan, trabajan,
en un esfuerzo fértil de músculos y nervios;
pero estéril al sueño de gestas libertarias.
Son tus hijos que sueñan,
mientras los eslabones de sus días se enlazan
que en los entristecidos cielos de sus pupilas
surge un fulgor de nuevas albas.
Son tus hijos, que a diario
te ofrendan las vendimias de sus vidas lozanas
que gritan sus angustias al rechinar del trono
mientras tú, apenas óyeles, como a cosas mecánicas.
¡Oh, taller resonante de fiebre creadora!
¡Ubre que a la riqueza y la miseria amamantas!
¡Fragua que miro a diario forjar propias cadenas
sobre los yunques de tus ansias!
¡Esclavo del Progreso,
que en tu liturgia nueva y bárbara
elevas al futuro, con tus voces de hierro,
tu inmenso salmo de esperanza!
Ah, cómo voy sintiendo que también de mí un poco
te nutres; yo que odiaba,
sin comprender, tu triste alma colectiva
y tu tecnología mecánica.
Yo que te odié por absorbente;
que odié tus engranajes y tus válvulas;
que odié tu ritmo inmenso porque ahogaba
mi ritmo interno en ronca trepidación de máquinas.
¡Yo te saludo en grito de igual angustia humana!
¿Fundirán tus crisoles los nuevos postulados?
¿Eres solo un vocablo de lo industrial: la fábrica?
¿O también eres templo
de amor, de fe, de intensos anhelos ideológicos
y comunión de razas…?
Yo dudo a veces, y otras,
palpito, y tiemblo, y vibro con tu inmensa esperanza;
y oigo en mi carne la honda VERDAD de tus apóstoles:
¡que eres la entraña cósmica que incubas el mañana!
Los conquistadores
Por aquí pasaron. Mezquinas epopeyas
llameaban en sus ojos ebrios del mar Atlántico
y del Pacífico. Venían con férreas botas;
el largo fusil sobre los hombros,
y el continente bárbaro.
¿Qué verdad predicaban a los hombres?
¿Qué evangelio de dichas al sufrimiento humano?
¿Qué salmo de justicia, por las tierras inmensas,
alzaban a los cielos sus cañones blindados?
En nombre del derecho y de la paz venían.
Iban hacia los pueblos llamándolos hermanos:
y como en la Escritura, la América fue el Cristo
que los vio repartirse sus tierras por vestidos,
y echar suerte en la túnica libre de su destino.
Por aquí pasaron.
Venían con un nombre de democracia nueva:
¡y hasta las altas cumbres de los Andes durmieron
bajo un pesado sueño brutal de bayonetas!
Por aquí pasaron…
Con nuevos postulados de libertad venían:
¡y hasta la vieja tierra de Li Tai Pe llegaron
sobre los rascacielos flotantes de sus dreadnoughts,
entre un clamor de débiles pueblos despedazados!
Por aquí cruzaron.
Ahora hacia sus cuarteles de Walt Street:
el fardo de dólares al hombro
y el continente bárbaro.
El heredero
Mi anciano abuelo,
muy sabio mandarín de botón encarnado
–aunque yo soy un hijo de la Revolución,
son mis antepasados ilustres–,
me dice, ya casi moribundo:
–Hijo mío, de todos mis tesoros, ¿qué ambicionas, qué
anhelas?
Yo le respondo, con el corazón trémulo por la angustia
como un avión sin rumbo entre la niebla:
–¡Oh, sabio, tres veces sabio, WeyTehung-tseu!
No quiero tus riquezas.
Desdeño tus palacios de jade
rodeados de jazmineros nevados de luna,
tus claros estantes,
donde el cielo de nácar florece en las tardes de lotos
y estrellas…
No anhelo tus altos bambúes flexibles
a cuya sombra, henchidos de orgullosa opulencia burguesa,
sugemario abren los pavos reales.
Desprecio tu oro
–transmutación de sangres y sudores de culíes.
No ambiciono tus lacas ni tus porcelanas de King-te-tchin,
ni tus túnicas de seda,
ni tu lecho de marfil.
Sólo quiero tus libros,
tus manuscritos raros de los tiempos de Honang-ti;
quiero la página no desflorada por tu conocimiento,
aquella que penetre el ojo del corazón,
más hondo que el de la inteligencia.
En los ópalos de tus pupilas moribundas,
lechosas como el humo del opio,
crepusculiza un pasado lleno de encanto exótico y gracia
genuflexiva;
y yo quiero,
ahora que el dragón de un sol nuevo se despereza en la
mañana,
regar la simiente de amor y justicia que tú no sembraste,
la que no cultivaste en tus predios,
cuando avaro del rico tesoro de los días
dabas sólo a los pobres las míseras monedas
de las noches de hambre.
Todo lo almacenaste sórdidamente:
Pacíficos de oro e Himalayas de máximas profundas.
Yo abriré para el hambre ignara del culí
el opimo granero de tu cosecha de cultura.
La film de tu existencia
pasa ahora por la pantalla de nuestros tiempos;
y eres, en episodios de arcaica ideología,
un celuloide de otra etapa histórica.
¡Oh, sabio WeyTchung-tseu, tres veces sabio!
Del fondo de las aguas dormidas del pasado
ha surgido la nueva inquietud de tifones,
que, escapando a la antena de tu sabiduría
desde sus luminosas estaciones mentales
presagiaron los viejos filósofos…
Y con tradicional ritual ceremonioso
beso sus mortecinos dedos mandarinescos,
donde una gema arcaica de un príncipe Ming fulge…
¡Pues aunque soy hijo de la Revolución
son mis antepasados ilustres!
Hermano negro
Negro, hermano negro,
tú estás en mí: ¡habla!
Negro, hermano negro,
yo estoy en ti: ¡canta!
Tu voz está en mi voz,
tu angustia está en mi voz,
tu sangre está en mi voz…
¡También yo soy tu raza!
¡Negro, hermano negro,
el más fuerte, el más triste,
el más lleno de cantos y lágrimas!
Tú tienes el canto,
porque la selva te dio en sus noches sus ritmos bárbaros;
tú tienes el llanto,
porque te dieron los grandes ríos raudal de lágrimas.
Negro, hermano negro;
más negro por dolor que por la raza.
Tú fuiste libre sobre la tierra,
como las bestias, como los árboles,
como tus ríos, como tus soles…
Fue carcajada bajo los cielos tu cara ancha.
Y luego, esclavo,
sentiste el látigo
encender tu carne de humana cólera,
y ardiendo en llanto
cantabas.
¡Negro, hermano negro!
¡Tan fuerte en el dolor que al llorar cantas!
Para sus goces
el rico hace de ti un juguete.
Y en París, y en New York, y en Madrid, y en La Habana,
igual que bibelots,
se fabrican negros de paja para la exportación;
hay hombres que te pagan con hambre la risa:
trafican con tu sudor,
comercian con tu dolor,
y tú ríes, te entregas y danzas.
¿Tu amaste alguna vez?
Ah, si tú amas, tu carne es bárbara.
¿Gritaste alguna vez?
Ah, si tú gritas, tu voz es bárbara.
¿Viviste alguna vez?
Ah, si tú vives, tu raza es bárbara.
¿Y es sólo por tu piel? ¿Es sólo por color?
No es sólo por color; es porque eres,
bajo el prejuicio de la raza,
hombre explotado.
Negro, hermano negro,
silencia un poco tus maracas.
Y aprende aquí,
y mira allí,
y escucha allá en Scottsboro, en Scottsboro,
entre el clamor de angustia esclava
ansias de hombre,
iras de hombre,
dolor y anhelo humanos de hombre sin raza.
Negro, hermano negro,
enluta un poco tu bongó.
¿No somos más que negros?
¿No somos más que jácara?
¿No somos más que rumba, lujurias negras y comparsas?
¿No somos más que muecas y color,
mueca y color?
Aprende aquí,
y escucha allí,
y mira allá en Scottsboro, en Scottsboro,
bajo vestidos de piel negra
hombres que sangran.
Negro, hermano negro;
más hermano en el ansia que en la raza.
Negro en Haití, negro en Jamaica, negro en New York,
negro en La Habana
–dolor que en vitrinas negras vende la explotación–,
escucha allá en Scottsboro, en Scottsboro…
Da al mundo con tu angustia rebelde
tu humana voz…
¡y apaga un poco tus maracas!
De Los días tumultuosos, (1934-1936)
Enseñanza dialéctica
—Maestro, ¿qué es sapiencia política?
El honorable Wong es hombre ilustre
en la ciencia política.
Viste floridas sus túnicas de seda.
A todas las doctrinas ha combatido,
Y a su turno a la vez todas las ha elogiado.
Pronuncia sus palabras jurando conmovido
abnegado holocausto;
pero siempre lo veo cantando plácido
a la sombra del Trono.
Maestro, ¿Qué es sapiencia política?
—Hijo mío creyente: según las conveniencias,
la verdad que era ayer, negar en el presente;
aunque lo que hoy afirmes mañana otra vez niegues.
Es conservar intactas las tres sabias conductas :
la que guía a lo alto;
la mística, que abajo ve el tumulto creyente;
y la conducta íntima que concilia los medios.
Es hacer de lo fácil, sutil, mundo difícil;
Y en el caos tortuoso de las contradicciones
realizar la armonía del yo con los opuestos.
—¿Pero cómo, Maestro, lograr esa armonía?
—¡Simple y dulce discípulo!
Vivir, dijo el Muy Sabio, será la primer cosa.
Construye senderos de plata
al paso poderoso del mortal que ahora manda;
pasarela de marfil
ante el divino vientre que reinará mañana;
y para el adversario,
por si un día triunfante también el Trono alcanza,
ten muelles puentes de sed y arcos fragantes de rosas.
—¡Gracias, sabio, virtuoso Maestro,
por esa enseñanza dialéctica!